Había en un pueblo idílico, de esos que parecen salidos de una novela o de una película, un eremita que se llamaba a sí mismo teólogo. Su fama se hizo notable con el transcurrir de los años, y a él acudía gente de todas partes del mundo para pedirle consejo y ayuda. Se dice que congregaba a sus fieles - por llamarlos de algún modo-, en la plaza del pueblo que los aldeanos, acostumbrados a sus inofensivas excentricidades, le prestaban desinteresadamente. Sus peroratas comenzaban así:
“Amigos, mi doctrina es justo la que andáis buscando, en caso contrario no habríais acudido a mí. Una doctrina es lo que necesitáis, y como no sois capaces de encontrarla por vuestros propios medios, me pedís a mí que os la regale. Bien, lo haré porque a eso me dedico.
El corazón y el alma de mi doctrina es el siguiente: adoro a un falso dios, un dios que no existe. Y es la mía la forma más pura de adoración, la idolatría pura e incondicional de un dios inexistente. Todos vuestros problemas, vuestras tribulaciones, provienen precisamente de la adoración de dioses que sí existen, porque los habéis creado vosotros. Existen, y adoptan las formas e ideas que creéis que más os convienen, o que creéis que más convienen al mundo. Unos, los dioses trascendentales, se llaman Dios, o Alá, o Buda, o Krishna o un largo etcétera. Otros, los mundanos, se llaman Paz, o Poder, o Yo, o Tú o un largo etcétera. Todos ellos tienen en común la misma cosa: al ser reales, al existir por haber sido creados, os resultan inalcanzables y llenan vuestra alma de desasosiego. Porque sólo conseguís que os inunde un ansia voraz y turbulenta por alcanzarlos, y ellos son inalcanzables. Así como no hay siquiera dos gotas de agua exactamente iguales, nunca podréis ser vosotros iguales que aquello a lo que adoráis, nunca conseguiréis alcanzarlo.
Y así, al adorar a dioses existentes, vuestro amor por ellos es impuro y está colmado de condiciones. Dejadme que os enseñe a creer y confiar en ese dios que no existe, ese dios cuya grandeza es no ser dios ni ser nada, y veréis como aprendéis por fin a sonreír. Dejadme que os explique, escuchad atentamente…”
El resto de sus palabras son de sobra conocidas por todos, aunque creamos que no las sepamos y nos empeñemos en buscarle para escucharlas de sus propios labios.
La mala noticia es que cierto día alguien le mató en nombre de un dios.
¿Es Stepehn Dawkins? No me convence el silogismo.
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